viernes, 21 de enero de 2011

El tipo más duro del barrio

Cuando era niño quería ser como Ian Brown. Llevar los brazos tatuados y ser el tipo más duro del barrio. En esa época andaba con mi vecino, el Vice. Siempre andábamos de allá para acá. Ya sabes a qué me refiero.

Los canutos hacían la rutina llevadera y la farla de los finde me tenían lo suficiente acelerado como para no pensar en toda la mierda que tenía en casa. Hacía meses que no veía a la Gema, así que me tiraba a todo lo que se meneaba, pero parecía como si un vacío me comiese de la cabeza a los pies.

El Vice se pilló una Honda NSR. Había tardes en las que íbamos al centro a pegar tirones de bolso. Nunca se me olvidará aquél sábado de cielo anaranjado, puerto en estambai y una bruma de gente incansable de arriba para abajo.

El día declinaba. Todos iban a lo suyo: parejas, grupos de amigos, amantes, policías de paisano, algún que otro quinqui y nosotros, en la esquina habitual, al acecho de alguna víctima.

Un poco chulo sí que era el Vice, y guapete y con ojo para "los negocios". El atardecer era la mejor hora. La gente está cansada, baja la guardia y tiene despistes que le pueden costar el bolso... o la cartera.

Unos días antes habíamos tirado al suelo a una señora en uno de nuestros trabajitos . El balance fue de cinco euros y, por la caída que vi por el retrovisor, una cadera rota. Pobre abuela, pensé.

Cuando el Vice ve la presa mira con unos ojos que asustan, parece un depredador. Me miró y me emboiné el casco. Sentí las vibraciones del motor en el culo y por toda la espalda, era agradable sentir como cimbreaba levemente el cuerpo.

Aceleró y me balanceé. Me pegué a su espalda y noté como la velocidad nos abrazaba. Nos acercamos con el sigilo de un guepardo a nuestra víctima.

El viejo llevaba la mariconera en la mano como el que lleva una bolsa de pan. La movía con ingenuidad de arriba abajo. El Vice iba demasiado pegado a la hilera de coches que aparcaban en el paseo y el casco me quitaba perspectiva. En un rápido juego de manos me lo quité y lo sostuve en la mano derecha.

Nos acercábamos. 20, 15, 10, 8, 7, 6 metros. Miraba el baile de la mariconera y calculaba la distancia. BOOOOMMM!!! El Vice, la Honda y yo reventamos contra una puerta que se abrió de repente. Oí el grito de un niño, lo sentí como el lamento de un animal desalmado. Era quien había abierto, sin mirar la puerta del coche. Pude ver su brazo en el suelo y un reguero de sangre con más potencia que una manguera de bomberos.

Gritos, llantos, caras de horror y una luz violenta en la cabeza como un demonio desordenado. El vice se movía, pero yo a penas sentía el peso de mi cuerpo. Ausculté un vacío, la ausencia de la Gema, los llantos de mi madre y los gritos de mi padre, como si todos estuvieran en plena función.

Ahora se me hace extraño. Aquella fue la última vez que sentí el pálpito agradable de la espalda.

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