lunes, 14 de noviembre de 2011

Crineo


Nací en un árbol donde los pájaros deshacen los gusanos a golpe de digestiones. Me puse Arnaldo de nombre, luego Léolo, para al final quedarme con Crineo, porque pensé que era el más adecuado a mis trémulas raíces, desvaríos y rezos acumulados al fondo de mis nubarrones.

Me gusta morder las hojas frescas y recitar al atardecer versos a las libélulas más jóvenes. También recoger símbolos de viejas tribus que nadie conoce, porque la naturaleza las ha enterrado con legiones de hojarasca y arcillas de vida eterna. Pero lo que más me divierte es leer la luz de helio rubicundo, sus ensanches reflectantes, sentir el nervio de su ruido quieto en la lengua, verter las esdrújulas transparentes por el centro de mi garganta.

Un día, ya casi desaparecido en la bruma, me apareé con una hermosa palabra. El árbol se convirtío en un nidito de amor. Lloré de emoción cuando palpé sus piernas largas y sentí el acento desenfadado bajo las sábanas de ramas. Al principio estaba un poco inseguro, pero cerré los ojos con fuerza, con tanta fuerza que saltaron las pestañas por los aires y todo fue bien, diría que muy bien. La hermosa palabra se fue satisfecha y yo vacié sobre ella una baraja de siglos en tensión.

Me llamo Crineo como ya he dicho, no sé de dónde vengo tampoco adónde se va. No tengo más que estas ramas donde regurgitan los pájaros cada amanecer. Es extraño ser, y difícil estar. Me pregunto y me respondo yo solo, porque los pájaros no hablan, sólo pían y se picotean con maldad cuando se pelean. Casi siempre entre diferentes clanes. Nunca entre madres e hijos, o miembros de una misma familia, para eso no hay más que ternura.

Hay un pájaro muy anciano en el árbol. Lleva toda la vida. Vive ahí antes de que yo apareciera. Es como un rabino barbudo. Todos van a pedirle consejo. Hay veces en los que pía tan agudo que los frutos de los árboles vecinos caen al suelo. Los golpes resuenan como un perfecto acompañamiento de tambores. Lo llamo Saul. Hay días en los que se pasea con zapatillas bordadas en oro. Es arrogante y saca pecho, un pecho color trigo que me hace recordar a unos campos que vi en algún momento de mi vida, pero no recuerdo ni cuándo ni dónde.

Creo que vivo en mundo extraño, un mundo que no está bien hecho y del que cuelgan cientos de tentaciones.

Fotografía de Pablo Fernández Pujol


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