jueves, 9 de febrero de 2012

El espejo


Un día te levantas y sin saber muy bien por qué te miras al espejo y no te reconoces. Enhebras la mirada con el flujo del tiempo y te ves allí, en el campo de amapolas, con apenas siete años, abriéndole surcos a la vida, corriendo sin prisas,  deleitándote con tu cuerpo de añil perecedero y tensión de gacela. Luz serena y salvaje, unidad enérgica, receptáculo sagrado y esbelto donde tus experiencias se van a gestar.

Cuelgas la mirada de tu recuerdo más adelante: en el alféizar del cielo que te prometiste. Voz y trueno, drogas de madrugada, cigarrillos moldeando la cábala oscura de tus alientos, lecturas improvisadas, poetas malditos, borracheras e incomprensión, un lejano sabor de libertad apretado en los pantalones, y un sexo diabólico marcando el camino de la verdad.

Te vuelves y te dices: "No me reconozco." Por eso la mirada no se sostiene. Tu propios ojos huyendo de ti, de tu imagen construida a base de necedades y derrotas. No hay nadie alrededor. Es imposible. Esto es un páramo, una batalla perdida por permanecer en el tiempo. No hay nadie. En este fuego que capeas no hay ni un amigo, ni un padre, a penas breves recuerdos de lo que fueron.

Te intentas consolar mirando por la ventana, nieve, pasos apresurados, balcones reflejando la soledad de tu alma, alguna sirena monótona fatigada del mismo cantar. El frío, este puñetero frío que se ceba con tu alma, con tu risa nerviosa de animal domeñado.

De dónde viene todo esto, te preguntas, sin saber qué contestar. Imaginas gente feliz, en un prado, risas, rostros que no conocen la desazón que en ocasiones te come. De dónde viene, te vuelves a preguntar. Tu sólo querías hacer las cosas que te dictaba la sangre, pero la sangre se equivoca, como  lo hacen los curas, los políticos, los dogmas.

Tus recuerdos van y vienen: familia, trabajos, amigos otra vez, algunos desaparecidos, otros demacrados, algunos muy estúpidos, otros  inteligentes -los menos-, todos perdidos, casi olvidados, porque la amistad tiene su época dorada, pero luego se va desfigurando y esa amistad pura y silenciosa que nace en la adolescencia no se vuelve a repetir. Que no te mientan. Que no te digan que ese castillo de naipes va a ser duradero.

Te miras de nuevo en el espejo. Aguantas el reflejo. Hay  surcos leves que se están instalando con atrevimiento en la cara, las entradas arrinconándote, el recorrido incierto de tus manos acariciando la incipiente barba. Eres un hombre, un niño envuelto en los barrizales del tiempo, un Peter Pan integral.

Te duchas. Te afeitas. Te masturbas. Una esquina del espejo te devuelve la imagen, por un instante te parece divertido, pero rápidamente te avergüenza. Te vistes. Desayunas. Miras hacia atrás y no ves más que bruces acompasadas. Delirios. Voces rumiando en el pasado.

Coges las llaves y sales a la calle. Se acabaron los monólogos internos. La gente no te mira, pero tú sí. Te preguntas si ellos ven lo que tú en el espejo, si sienten algo parecido. Esperas en el andén, abres tu libro y vuelta a empezar.

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