miércoles, 4 de abril de 2012

Hay una bendición que labra el fondo de tus ojos. Ha arrancado los pasillos que se acomodan en la ciencia negra de mi vida. Yo te miro y tú me sujetas. Eres dueña de mi voluntad. 

Busco tu cueva. Mi templo es un racimo de noches perdidas en el algoritmo de la libertad. Hay un algo, hay un algo en la mueca de tu boca, hay un algo en el amplio abanico de calambres que recorren nuestros besos. 

Busco el acorde. La melodía. Busco el desnudo en tu relámpago.  Busco la muerte que decora las esquinas. Y relamo como los gatos en celo tu estampa de isla y nebulosa. 

Ahora me pregunto qué sentido tiene lanzar mi voz como una piedra donde nadie quiere entrar. Hay cientos de salones de sangre que nacen aquí dentro. También semillas con las que regué  tus estrellas.  

Nadie ha entendido tan bien este frío como las estatuas. Nadie conoce de que se nutren nuestro cuerpos. No hay ningún verso que iguale la sabiduría que esconden tus alas. 

Yo no sé si soy de esos a los que le gusta entrenar en el lado salvaje. Por eso, para pacificar el millón de batallas, escancio tu plumaje sobre esta primavera que me has regalado.

Lo intento. Me alejo. Recorro a pecho descubierto la dorada mentira que nace de la literatura norteamericana. Pero suena tan bien la canción que nace de tu vuelo, que me es es imposible desvertebrar las longitudes de tu cuerpo.

A veces me aburro de mi. A veces me aburro de respirar como un acordeón de olivos nevados. Por eso es posible que me tire por el acantilado como un pajarraco destartalado. 


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