martes, 14 de agosto de 2012

La muerte perfecta

Sentarte en un escritorio extraño. Teclear palabras. Mirar a tu alrededor y ver que el tiempo fluye con una musicalidad de demonio. Volver a mirar el escritorio y caer en la cuenta de que ha sido tu escritorio durante muchos años, la mesa en la que ofreciste tus pequeños sacrificios. Levantarte y tocar los objetos que ya no son tuyos, en realidad ahora no son de nadie. Buscar en la memoria y verter una nube de recuerdos sobre la neblina del pasado. Nube sobre nube, algodones de bruma taponando las puertas de no sabes exactamente qué lugares. Mirar fotografías como esos actores que pasean por una habitación antes de encontrar la respuesta en un complicado entramado cinematográfico. Encontrar tu imagen en alguna de ellas. Recordar a ese que eras tú. No reconocerte del todo. Otro gesto. Otra alegría. Otro brillo habitando el líquido acuoso de los ojos, que no es más que los restos de líquido amniótico que llevamos en vida. Un mínimo recuerdo de aquel ecosistema. 
Sigues en el escritorio. Te trabas en el teclado. Los dedos arrastran una pesadez de siglos. Suena Azure Ray. Imaginas la lengua pastosa de la cantante. Sus labios rojo cereza. Una ternura adolescente como un vaivén de  muertes prematuras se instala dentro de ti. Disfrutas. Por momentos te ves cantando con esa belleza de mujer a la que nunca has visto, tan solo imaginado. Y sigues imaginando hasta desbocarlo todo con una escena de sexo. Entonces te sientes un poco idiota, un poco animal. Siempre animal. Siempre el sexo, como una navaja que todo lo corta. El sexo, única realidad que se repliega entre el presente y esos universos soñados. Haces un recuento rápido pero efectivo de tus orgasmos. Piensas que la vida sin orgasmos no merece la pena. Empujoncitos que te ayudan a conciliar el sueño y liberar tensiones. Piensas en las mujeres. En tus mujeres, bueno, en  las mujeres con las que has compartido algún tiempo de tu vida. De repente suena el teléfono. El ring ring te saca de ese ensimismamiento en el que te has visto envuelto. Es tu padre. Te habla como si fueras un niño desvalido. Cuelgas. La música sigue sonando, pero un poco más tostada por el ligero contacto con el calor del verano. Cierras los ojos y piensas en un orgasmo infinito. Piensas que incluso te podría reventar el corazón.  Entonces aprietas con más fuerza los párpados. Y sueñas con la muerte perfecta. 

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