miércoles, 31 de diciembre de 2008

Cuentos de Buda y Pest (I)


Recorremos las calles y los bloques de piedra. Aventajamos, por momentos, al tiempo en esta larga carrera. El río parte la ciudad. Un orificio profundo de piel grisácea moldea la orografía, y el sedimento serpentea en un  lento letargo. La luz de las mariposas, las avispas con sueño y el león de piedra y agigantado, glorifican y guardan el camino secreto que la humedad guía y desvela.
El viejo funicular de madera estremece los vivos corazones, realza su pecho en ese juego achampanado y efímero que aluniza en sus ojos y que el león, hace unos minutos, había observado, divisado, quizá ansiado con su petrificada mirada de felino muerto pero vigilante en la Historia.
Andamos, avanzamos. El funicular es un breve resorte del pasado, una miguita de pan que se pierde en el abismo del Danubio. Las plazas, las calles, los túneles, todos viven entre lenguas empedradas, granitos de mundo y cielo, encapotado.
Su risa - qué tópico, me diría un amigo- se llena, me llena, me agarra y me hace un ovillo que recorre las calles; y abre y cierra las puertas de los cafés, a los que no entramos o entramos y nos vamos sin café, sin tarta o té o chocolate; porque hay otra hambre, otros deseos de comer catedrales y libros; y un camarero como un pantócrator arruinado nos saluda porque entiende, porque también tiene hambre, porque conoce la madera con  la que nos han tallado. 

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