sábado, 31 de enero de 2009

El Estudiante


La vida del estudiante en época de exámenes se reduce a un sinfín de folios y a una botellita de agua a veces opaca, casi sin brillo y manoseada de tanto rellenar. El Estudiante se levanta temprano y mira al horizonte del escritorio como si fuera un desierto infinito, una celda de temario sin fondo, mientras siente una lejanía de alborotos moviéndose cerca, aunque para él sea lejos, tan lejos, que cree que nunca los podrá alcanzar.
Para el estudiante cualquier salida de la rutina del libro, del apunte mal cogido, es una fiesta, un regalo de la vida que dura poco, y esa brevedad es lo que más le duele; porque la rutina, el agobio del tiempo lento e irrespirable, se le hace denso, como una pasta atosigante e infinita, como un viaje lento al fondo de un placar. La biblioteca, el cigarrito -sin adulterar-, la fotocopia, el relleno de la dichosa botellita, es el respiro, las vacaciones merecidas de un esfuerzo, que dicen los expertos, que oscila entre la media hora y los cincuenta minutos.
Pero esa gimnasia mental, esa lucha interior por no despegar la mirada del libro, crece de forma irrepetible y sincera en su interior, como un bonsai plateresco; y lo hace fuerte y lo dignifica y lo humaniza. Es su Guerra Santa, su agua bendita, su antídoto contra la estulticia y la mediocridad. 
Los estudios académicos resetean , normalizan, roban la autenticidad y la pureza primigenia que todos llevan dentro, pero es el precio que dicen que tenemos que pagar.

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