Me contó los planes que tenía: por las mañanas trabajaría en una oficina del padre de María, donde no tuviera que desempeñar ningún trabajo de relevancia (me aguanté el comentario; suponiendo que el padre aceptara, no le iba a dar la dirección de ninguna de las empresas), y por las tardes se dedicaría a escribir. Así de simple sonaba casi posible, pero la realidad funcionaba con otros mecanismos que la teoría simplona de Pumarega desconocía.
- ¿Le has dado la noticia al Sr. Barbitur?- pregunté de repente.
- No, todavía no. Se supone que yo tenía que estar de vuelta a Guatemala, mañana lo llamaré y le daré la noticia. Igual me tiene que dejar dinero si los padres de María no aceptan el casamiento.
El tiempo nos acosó. Nos despedimos y le deseé suerte. La palabra casamiento se pegó toda la tarde rebotando en mi cabeza, como una idea abstracta, como un cuadro de Miró o un poema surrealista. El güisqui me había calentado el cuerpo, funcionaba mejor que un buen fuego. Eché a andar como un perro sin dueño. Esa tarde no tenía nada que hacer – siempre hay algo que hacer-, tampoco tenía ganas de hacer nada. Me enredé en la marabunta, en el juego salvaje de la urbanidad –maldita contradicción. Recorrí las calles; me paré en los escaparates haciéndome el interesado por un pantalón, de saldo, y una pantalla de plasma, último modelo. Me miré en los espejos, me probé unos zapatos y varias camisas sin saber muy bien por qué.
La palabra casamiento seguía latente, golpeando cada cierto tiempo; un, dos, un, dos, boom..., un, dos, un, dos, boooom. Las palabras a veces son mazazos, pensé. Seguí andando, reflejándome en vitrinas, en electrodomésticos, en las primeras luces de los coche, en la digestión lenta de una vieja acabaíta merendá. Prefiero las palabras a la realidad, pensé de nuevo. Un, dos, un, dos, boom. Pasé por un bar al que hacía tiempo que no entraba. El güisqui me había calentado la sangre y el pico, así que decidí darle gusto al cuerpo.
La luz era tenue, un poco triste, una luz dominical descendente. El bar estaba lleno y no había mesa en la que sentarse. Cogí el periódico y me quedé en la barra, improvisando, sin saber muy bien qué hacer. Al fondo, en la otra punta, una mujer levantaba la mano como haciendo señas, el camarero me miró; tenía un bigotito pulcrísimo, como todos los fascistas, y el pelo acartonado.
- Esa Señorita le llama- dijo el camarero de bigotito fascista con un acento madrileño muy marcado.
- Perdone, es que sin gafas…
- Pues está que se rompe la gachí, así que usté sabrá si se pone gafas o qué.
Me acerqué hasta el fondo y, cuando la distancia fue la suficiente, reconocí a la Potrova sentada, como si estuviera esperándome, con una copa bien sudada y una novela rusa entre sus manos.
La palabra casamiento seguía latente, golpeando cada cierto tiempo; un, dos, un, dos, boom..., un, dos, un, dos, boooom. Las palabras a veces son mazazos, pensé. Seguí andando, reflejándome en vitrinas, en electrodomésticos, en las primeras luces de los coche, en la digestión lenta de una vieja acabaíta merendá. Prefiero las palabras a la realidad, pensé de nuevo. Un, dos, un, dos, boom. Pasé por un bar al que hacía tiempo que no entraba. El güisqui me había calentado la sangre y el pico, así que decidí darle gusto al cuerpo.
La luz era tenue, un poco triste, una luz dominical descendente. El bar estaba lleno y no había mesa en la que sentarse. Cogí el periódico y me quedé en la barra, improvisando, sin saber muy bien qué hacer. Al fondo, en la otra punta, una mujer levantaba la mano como haciendo señas, el camarero me miró; tenía un bigotito pulcrísimo, como todos los fascistas, y el pelo acartonado.
- Esa Señorita le llama- dijo el camarero de bigotito fascista con un acento madrileño muy marcado.
- Perdone, es que sin gafas…
- Pues está que se rompe la gachí, así que usté sabrá si se pone gafas o qué.
Me acerqué hasta el fondo y, cuando la distancia fue la suficiente, reconocí a la Potrova sentada, como si estuviera esperándome, con una copa bien sudada y una novela rusa entre sus manos.
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