domingo, 25 de enero de 2009

Un fragmento de novela(1)

Hace tiempo que llevo dándole vueltas a una pequeña historia; por supuesto es un plagio, un robo descarado y multiforme de lo poco que he leído. La primera parte de la novela está acabada, ahora la tengo que  rematar con la segunda parte, una ardua tarea que no sé si apencaré, mientras tanto, cuando el tiempo sea escaso y los exámenes me atosiguen, iré soltando retazos de ella en Residencia en la Red.

Me contó los planes que tenía: por las mañanas trabajaría en una oficina del padre de María, donde no tuviera que desempeñar ningún trabajo de relevancia (me aguanté el comentario; suponiendo que el padre aceptara, no le iba a dar la dirección de ninguna de las empresas), y por las tardes se dedicaría a escribir. Así de simple sonaba casi posible, pero la realidad funcionaba con  otros mecanismos que la teoría simplona de Pumarega desconocía.
- ¿Le has dado la noticia al Sr. Barbitur?- pregunté de repente.
- No, todavía no. Se supone que yo tenía que estar de vuelta a Guatemala, mañana lo llamaré y le daré la noticia. Igual me tiene que dejar dinero si los padres de María no aceptan el casamiento.

El tiempo nos acosó. Nos despedimos y le deseé suerte. La palabra casamiento se pegó toda la tarde rebotando en mi cabeza, como una idea abstracta, como un cuadro de Miró o un poema surrealista. El güisqui me había calentado el cuerpo, funcionaba mejor que un buen fuego. Eché a andar como un perro sin dueño. Esa tarde no tenía nada que hacer – siempre hay algo que hacer-, tampoco tenía ganas de hacer nada. Me enredé en la marabunta, en el juego salvaje de la urbanidad –maldita contradicción. Recorrí las calles; me paré en los escaparates haciéndome el interesado por un pantalón, de saldo, y una pantalla de plasma, último modelo. Me miré en los espejos, me probé unos zapatos y varias camisas sin saber muy bien por qué.
La palabra casamiento seguía latente, golpeando cada cierto tiempo; un, dos, un, dos, boom..., un, dos, un, dos, boooom. Las palabras a veces son mazazos, pensé. Seguí andando, reflejándome en vitrinas, en electrodomésticos, en las primeras luces de los coche, en la digestión lenta de una vieja acabaíta  merendá. Prefiero las palabras a la realidad, pensé de nuevo. Un, dos, un, dos, boom. Pasé por un bar al que hacía tiempo que no entraba. El güisqui me había calentado la sangre y el pico, así que decidí darle gusto al cuerpo.
La luz era tenue, un poco triste, una luz dominical descendente. El bar estaba lleno y no había mesa en la que sentarse. Cogí el periódico y me quedé en la barra, improvisando, sin saber muy bien qué hacer. Al fondo, en la otra punta, una mujer levantaba la mano como haciendo señas, el camarero me miró; tenía un bigotito pulcrísimo, como todos los fascistas, y el pelo acartonado.
- Esa Señorita le llama- dijo el camarero de bigotito fascista con un acento madrileño muy marcado.
- Perdone, es que sin gafas…
- Pues está que se rompe la
gachí, así que usté sabrá si se pone gafas o qué.
Me acerqué hasta el fondo y, cuando la distancia fue la suficiente, reconocí a la Potrova sentada, como si estuviera esperándome, con una copa bien sudada y una novela rusa entre sus manos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario