Esos días vuelan como flechas, como aquellas sobremesas de cine adolescente, como lunas iridiscentes que iluminan la vida y ayudan a seguir; ya sea porque han sido especiales, o porque uno se sabe ridículo de haberlos vivido, de haberlos amasado y conformado como una verdad absoluta, esa que se agazapa en el lóbulo y te hace recordar lo humano, lo torpe, lo estúpido que se puede llegar a ser.
Dicen que es más fácil reponerse de un fracaso que de una victoria, por ello, estos son los acontecimientos más importantes. Los que no se han de olvidar. De ellos hay que aprender. Por ellos uno ha de luchar. Porque no se acaben, porque sigan ocurriendo -cada vez menos-, porque sean referentes de injerencia y mediocridad; si no el hombre se cree perfecto, se idiotiza y se endiosa así mismo y deja de vigilarse, para no mejorar.
Seguiré cometiendo pequeños errores que me ayuden a avanzar. Sí, ya sé, no es ardua tarea la de equivocarse y errar. Lo difícil es ser consciente de ello, e iluminar, con el suficiente criterio y humildad, el error, como aquel viejo acomodador del Cine Magallanes que de enano me señalaba la butaca vacía.
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