martes, 17 de marzo de 2009

Ginebra

La tarde era amable. El sol brillaba. Una brisa, tremendamente europea, deshojaba el espíritu cosmopolita de la ciudad. Los ginebrinos rumiaban conversaciones en la Rue de Carouge. El niño, con una bicicleta de estructura de madera, dibujaba en la calzada, con las ruedas diminutas, metáforas indescifrables, lúcidas, increibles, ramonianas, de un valor desorbitante. Un señor con cara de queso brie caminaba con su bolsa de chocolates Philippe Pascoët, entronizando el orgullo cantonés a golpe de segundero milimétrico. Una señora asomaba su cara vertiginosa en la segunda planta de una casa que parecía estar hecha a medida, como un pequeño diamante incrustado en la macedonia armónica de un preciado metal. Sus ojos eran caramelos avejentados pero aún luminosos, unas luciérnagas hermosas y azuladas dentro de una cabellera nívea y quién sabe si de vida cellisca. Recorrí las calles como un turista desacompasado; zascandileando, surfeando en el pulso resoluto y educado de la ciudad.   
Me fui a la catedral de St. Pierre. Recé dos ave María y al salir me hice un cigarrillo de liar, que encendí como un botafumeiro mínimo y sacrílego. Seguí andando y la brisa que desprende el Lago Leman resucitó a lo que quedaba del incensario moribundo y aconfesional. Crucé el lago y me decidí a ir al barrio de Pakis, ese antro cívico de la homosexualidad y la prostitución, un buen lugar donde gastar algunos francos suizos de los que había cambiado en al cuarta planta de un centro comercial de nombre Coop. Eché un vistazo, pero el material no era bueno y pasé. Paseando por la orilla del lago encontré una sauna, a pesar del frío, me aventuré y entré. CONTINUARÁ 

No hay comentarios:

Publicar un comentario