lunes, 23 de marzo de 2009

Ginebra II

La sauna estaba a orillas del lago. Un frío húmedo me hacía recordar cada parte olvidada de mi cuerpo. Aunque el sol seguía allí arriba, un aliento de noche se precipitaba sobre mi corazón. Al cruzar el puente, que llevaba a la sauna, me crucé con una hermosura de paisaje del que hasta ese momento no me había percatado, debido a los vaivenes irresponsables de mi pensamiento. Un gran chorro de agua ascendía a los cielos en medio del lago como símbolo de la conquista del hombre que todo lo puede, que todo lo alcanza. Un monumento acuífero, volátil, diurno y grandioso. La ciudad de Ginebra brillaba bajo las últimas embestidas del sol vetusto e imponente, bajo la mirada de miles de ginebrinos que se perdían en las callejuelas de la boca de las aguas, que es lo que significa el nombre de la ciudad.

La chica de edad media me sonrió tras el mostrador. Enseguida un hombre con pinta de árabe me llevó por pasadizos junto a dos toallas y me mostró las instalaciones. El frío comenzaba a apretar y yo en breve tenía que pasear el pelota picada por el recinto. Me preguntaba si había sido buena idea meterme en semejante berenjenal conociendo mis limitaciones corporales frente a la humedad y el frío.

El primer paso era el lavado del cuerpo con aceites. Me metí en la habitación humificada. El silencio era envolvente, tan solo los chorros de agua sobre los cuerpos rompían el témpano silencioso que se solidificaba rápidamente en ausencia del correr del agua. El techo de la habitación era bajo y estaba iluminado levemente, a imitación de un cielo estrellado. Un gran barril, con  dispensador, suministraba el aceite con el que uno se enjabonaba el cuerpo, para purificarlo, para sacarlo de la orgía nociva de la ciudad, e introducirlo en un mundo de juegos milenarios y parsimoniosos. 

Al salir de la sala de los aceites me metí en la sauna seca, noventa grados de temperatura ,pero antes, no pude resistir la tentación de subirme a una báscula enorme, la cual dictaminó un peso de sesenta y nueve kilos. La sauna olía a madera y eucalipto, era una sensación agradable, la toalla chupaba el sudor que salía a cántaros de todo mi cuerpo, era una esponja apretado por las manos invisibles de calor, que aquella máquina finesa -no olvidemos que el gran invento surgió en Finlandia- ejercía tácita pero implacable sobre mi cuerpo. 

La peña estaba desnuda, con sus bolas arrugadas, sus penes adormilados y sus vulvas cerraditas. Todo muy correcto, muy formal. Yo, por supuesto, adopté la misma actitud: asepsia y discreción, civismo y europeidad. ¿Habría venido alguna vez por aquí el maestro bonarense?, me pregunté, y una sonrisa se me escapó al imaginarme la escenita.

Después llegó el baño turco. Una gran cristalera hacía de él una especie de pecera, donde uno iba viendo los especímenes que se encontraban en su interior. Adentro había unos asientos, y junto a ellos una manguera de bañera para refrescarse.

Cerré los ojos, y cuando los volví a abrir me había quedado solo en aquel aquelarre de calor y vapor. La noche ya había engullido a la ciudad. Los cristales me daban una visión distorsionada de ella. Una sensación más romántica y menos calvinista. Varios bañistas  se metieron en el lago, eran animalillos nimios en la grandiosidad de las aguas. Estaba empezando a cansarme de tanta tranquilidad, y como por ensalmo, dos chicas aparecieron medio riendo medio jugueteando. No sé por qué, pero decidí aguantar unos minutos más.

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