domingo, 24 de febrero de 2013

He oído bramar los arbustos de la vida,
como el viento araña las constelaciones
a la hora improbable del dragón de invierno.
Vive en el hálito bronceado de la infancia
una historia inacabada de bosques y caminos.
En la búsqueda del queroseno del sexo,
del rubio cantar de un Kurt Cobain descerrajado,
en la ola podrida que ni cesa ni descansa,
en la manigua partida de los amaneceres,
la luz de los libros ha sido mi cobijo.
Y los días como ecuaciones indescifrables,
mientras la distancia con los hombres
he ido acrecentado. Que nadie pregunte:
han sido mis deseos briznas de uranio derretido.
Un zig zag de trabajos solitarios, como un mejunje
de rapsodias de evaporada inocencia,
tras años en busca de un paraíso inalcanzable.
El peso de unas entradas iridiscentes
no es nada comparado con el rabo de sol
que abandona a los ojos: pedernal de cuchillo,
hoguera agotada en la noria efímera de las primaveras,
como el suave lamento de aquel Lennon ensangrentado
a las puertas del edificio Dakota.
En el cielo incierto de las descarchadas pasiones 
cavé las madrigueras ardientes del alma,
porque el lirismo es un fuego de piedra
que viaja a la velocidad de las balas Vorace.

Yo luché con un ramo de espadas de agua
el día que me desangré en todas las batallas,
pero nadie sabe que coloqué la mirada
bajo el océano de otras latitudes posibles.

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