miércoles, 22 de enero de 2014



Esta resaca de pobreza, esta aspereza agarrada a la lengua. Máscaras de desaliento. Cucharas metálicas tendidas en orden legionario semejantes a un nido muerto de imaginación. La danza de la edad, un torbellino de pechos golpeados, enumeraciones párvulas, secretos dormidos en ojos titilantes. No sé hacer esto, pero sale, sólo a veces.  Como una leche agria o un cielo amortajado. No hay padrinos ni ráfagas secretas, todo consiste en saber retener el tiempo en los lacrimales. Arizona es posible aunque es un lugar al que no he ido. Pero la poesía es ir y beber a la misma copa en la que cantan un coro de murciélagos dormidos. O destrenzarte con la maquinaria perfecta de la madrugada. Trueno, samba de alcoholes, dobladas certezas, enchufes blandos en los que meter el sexo con apariencia de rublo arrugado. Parece que llevo mil años vivo y un montón de páginas escritas. Niños con un dragón tatuado. Soy el iluso de toda una generación, un vuelo diáfano y corto, sin compensaciones ni alas de diácono. Para arrimar las ascuas a mis ojos en esta madriguera de hombre asustado, he tenido que  romper algún vaso y besar clítoris dormidos. Habitaciones con muchos lazos y besos luciérnagos. Alguna vez sentí al guerrero. En la curva extinta de los animales percibo un resuello resonando. Es un filamento, agotadas señales de un mundo incierto al que es difícil entrar. La génesis del hola y adiós, una turba de empellones capaces de arrojarnos al fuego. Encías ensangrentadas y tundra salvaje en el aliento, cuando el calorcito de las palabras tiene la delicadeza de posarse en el interior.

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