miércoles, 27 de agosto de 2014


Me siento buscando el sol, frente a la plaza, donde suceden las cosas en el mundo. El barecito es feo y está sucio. Corre un viento fresco y ligero, como si la naturaleza se empeñara en anunciar antes de tiempo el fin del verano. Es agosto, y en agosto no ocurre nada interesante en la ciudad, me digo, o acaso repito lo que dicen en los telediarios. Los negros de la esquina trapichean con una botella de agua cerca de una montaña de basura. Cigarrillos matutinos y café. La torpeza del camarero a punto de tirar la primera cerveza que sirve en la terraza. Hay pocos periódicos, poca gente y muchos teléfonos móviles. Tres hombres sentados en un banco se pasan una botella dentro de una bolsa de plástico verde, entonces recuerdo esos animales que salen en la televisión, atrapados por plásticos de todo tipo, algunos ahorcados, otros moribundos. El camarero va y viene, saluda al vecino paquistaní que vende fruta, y al volverse casi tropieza con el dueño del video club.
-Cómo estás?
-Ya ves, aquí, a mandar esta película para Barcelona.
Suben y bajan la calle las viejecitas con la compra, como ángeles encorvados. Cuando me levanto de la terraza, un par de negros cuchichea, silabean:
-Eh, todo bien?
-Eh, eh, quieres algo?
Sonrío y paso de largo junto al grupo interesado por mis necesidades. En el enclenque parque infantil que rompe la plaza, una familia captura la imagen cándida de su bebé, a golpe de smartphone. Transitan buses minúsculos para hacer frente a las calles empinadas y estrechas. Hay un trasiego del servicio de limpieza, como si a última hora se hubieran dado cuenta de que tienen que venir a limpiar el barrio. Una ambulancia espera a un lado de la calzada. Se acerca el mediodía y aquí, en Lavapiés, el mundo comienza a girar.

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