miércoles, 27 de agosto de 2014


Suena la sintonía horaria en la radio. Son las 12 de la noche, y miro, casi por equivocación, hacia arriba. Y ahí está el reloj. El reloj blanco y solitario de la cocina. Amarillo de aceites, resentimientos y vapores. Preso de la obsolescencia de su mecanismo. Pendiente de la vida de unas pilas medio agotadas que nadie se ocupará de cambiar. Es el reloj olvidado de alguna abuela, quizá sentada en alguna otra cocina, quizá enferma, quizá también atrapada por el tiempo, como esos ancianos a los que nadie echa cuenta. El reloj es un borrón en la geografía doméstica, rodeado por cacerolas también en desuso, medio muertas. Observo al reloj, como quien observa a un objeto de otro siglo. Y ahí está, envuelto por la liturgia de los segundos, de los minutos. Tic tac, tic tac. El viejo reloj no ha dejado nunca de hacer su trabajo. Arrinconado entre las nuevas incorporaciones, confuso ante la retórica de las nuevas tecnologías que se han instalado en la cocina, dando su hora en silencio, inconsciente. Esclavo del tiempo.  


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