viernes, 27 de noviembre de 2015

QDER09/15





















Me subí al metro una vez más

y fui un viajero sin pensar
en nada en concreto.

No quedaban restos del pasado.
Ni recuerdos ni melenas de agosto.
Caras maleadas por un 
ambiente de extra radio.

Sentado en filos de culebra
e imitando la voz de otros poetas,
en infinitesimales pastiches,
vivía sin tener una voz propia.

Con más de cuarenta no sabia
quién era ni a dónde iba.
Aunque sabía que no quería 
tratar en mi poema con 
los típicos problemas existenciales.
Adolescencias caídas
en vagones de invierno
como galácticos suspiros 
de contradicciones.

En la consulta del dermatólogo,
la doctora me hizo quitar la ropa.
Revisó con luz de nidos
el mapa de mi piel gastada.
Acarició con ojo clínico
el dragón de fuego y sus escamas de tinta azul.

Las gafas retenían los puntos 
suspensivos de sus conocimientos.
La ciencia sujetó los fríos esquimales.

Aún la recuerdo, unos treinta y tantos. 
Poco agraciada, amabilidad celestial.

Entré de nuevo en el metro,
donde leí a un poeta que había
perdido la fe en las revoluciones.
No era un viejo, todo lo contrario.

Cuando me di cuenta, lo estaba imitando. 
Orfeón y mimesis. Me había convertido 
en un experto en prácticas vicarias.
Cayó al suelo del vagón el número 
de cita del dermatólogo: QDER09/15.

La chica que guasapeaba a mi lado posó su mirada en mis ojos.
Tenía la gracia de una estatua ecuestre. 





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