martes, 7 de junio de 2016


Una tarde extrañamente blanca, 
sin posibilidad de negociarla,
mirando a través de los cristales
la luz que se posa en los edificios
y sobre la gente que pasa.
Y yo allí dentro, en la biblioteca nueva,
sin chismes ni afán de salvarme de nada.
Salgo y paso por detrás del cementerio,
donde la gente va a hacer footing 
y se escuchan las voces de los niños medio olvidados,
libres de las angustias y de sus copiosas ceremonias.
Me asomo al terraplén, extiendo los brazos, 
estiro el cuerpo: la piel del viento se arremolina.
Mi estampa desgarbada no se amedrenta, 
y  por momentos, sostenido por una nieve imaginaria, 
indago en los recuerdos, 
los destripo y los aplasto como si fueran 
los muertos que alimentan las raíces del cementerio. 
El aire bajero y todas sus esquinas, las gaviotas, 
el puente vívido en su apatía, 
las palabras vacías, el cielo.
Aquí nada ha cambiado. 
Todo me recuerda a algo. 
Vastas pero insuficientes palmeras 
allanan esta masa de destemplanza.
Me escondo tras el ruido de las bocas de salitre. 
A su cáustica melodía de manillares me asomo, 
me despeño, me delirio. Oh I me mine
El mar se mece igual que la melodía 
exprimida de un piano triste.
En su fondo duermen un millón de teclas. 
El horizonte, tatuado por la velocidad 
escarpada, delimita el entorno de
las grúas del puerto que se estremecen 
entre los barcos que fondean sin conocer la duda.
Pesa la vida y sus silencios, sin embargo, 
como si emprendiera un viaje en solitario 
o tuviera que arrojarme desde un duro rascacielos, 
voy en busca del abismo que me define. 
    

No hay comentarios:

Publicar un comentario