y de trémulo abrigo que se abren
en la incandescencia de agosto
cuando florece el temperamento
de los hermosos suicidas de ciudad
que van a morir a las piscinas.
Arrojan sus ropas al fondo,
rescatan la luz que trasiega
con las mercancías que imitan al mar.
Cuando los otros disfrutan de la siesta,
los suicidas se ahogan entre los chapoteos
y los no me olvides, desesperados y cerriles.
Se mueven abnegados en la oscuridad de una superstición gramatical.
De las voces necias de la muerte los suspiros abrevan sencillas conjeturas animales.
Hacen como que flotan hinchados de agua, boquiabiertos indecisos.
La piscina arde en sus teselas azules
igual que el reverso de un cielo artificial.
Los niños celebran la tarde arrojando monedas a la piscina,
algunas apuntan y aciertan en la cabeza de los suicidas.
Un hilillo de sangre enturbia el agua.
A la caída del sol los suicidas se retiran
con sus brechas y su ropa mojada.
Sedientos de tanto nadar, buscan consuelo en el tabaco y la bebida.
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