A José Antonio Soto Cruz
Pasábamos las tardes
en las terrazas
bebiendo cerveza
y fumando sin hacer
concesiones a nada ni a nadie.
El camino de espuma
era plácido y suave.
Allí poníamos a orear nuestras vidas.
Hablábamos de libros,
cada vez menos de música,
y, a menudo, de zapatos
que comprábamos habitualmente
en temporada de rebajas.
Un corrillo de gorriones
revoloteaba cerca.
Mirábamos aquel ecosistema
original y sin complejos
igual que si fuera un espectáculo
para el que nunca nos habían educado.
El cielo anunciaba un atardecer de nubes sarcásticas.
Como corceles derrotados por nuestro esfuerzo,
los botellines brillaban
desordenados en la mesa.
No éramos ciudadanos ejemplares.
Aunque tampoco
nos sentíamos partícipes
de ninguna feria de vanidades.
Tan sólo éramos dueños
de un inventario de derrotas.
Parecíamos ilusos cegados
por la mordedura de las horas.
Quién querría ir a guerra alguna
si ya vivíamos en un batalla de pavesas.
Carcajadas o muecas de monstruo.
La flor de la ceniza bajando
a trompicones por la camisa.
Sin fuerzas para hacer
los ajustes de cuentas necesarios,
volvíamos a casa
con la mirada perdida,
ahítos de cerveza,
con la certeza de que aquel
jolgorio de gorriones
era lo más cerca que jamás
estaríamos de la verdad.
Era raro, porque no había
nostalgia por el pasado.
Sólo queríamos que se reconociese
que habíamos luchado en la vida.
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