lunes, 9 de febrero de 2009

Poetas azulados-bukowskianos.


El Comba me llamó para tomar algo. Era una noche fría de sábado, una noche de colcha y televisor, pero estaba "demasiado joven" para eso, así que me acerqué a un bar insulso, de esos que ponen fútbol y todos pueden gritar cuando les viene en gana. El Real Madrid, símbolo de tantas cosas, de entre ellas el franquismo, ganaba 1-0 a la periferia (no es acaso ese el egocentrismo de los nacionalismos: yo soy el centro y tú la periferia, aunque todo depende, obviamente, de cual sea tu centro). El bar, en ese chascarrillo continuo de trasiego de gentes, me entretenía más que las jugadas milenarias de los multimillonarios en calzones. El Comba se zampaba unas papas panaderas con jamón ibérico, y una cerveza regaba sus interiores, como si dentro de su estómago cultivara un jardín de amapolas afganas -lo digo porque al Comba siempre le vi algo de morisco. 
La noche volaba y nosotros virgueábamos en ella como dos niñatos sobre un monopatín. Hacía tiempo que no nos reencontrábamos en tal situación, pero sabíamos como funcionábamos, demasiadas veladas a nuestras espaldas haciendo cuentas con sueños e ilusiones.
La  calle hervía y nuestra lengua amasaba las palabras, rollizas y reventonas de significados. Le propuse al Comba ir a un bar que llevaba tiempo con ganas de pisar. Le hablé de un colega de la facultad, el Jota,  y de otras historias; cual fue mi sorpresa cuando al entrar al garito me encuentro al Jota tras la barra, agarrando una botella de no sé qué. 
Nos alegramos de vernos. Nos reímos. Hablamos. Nos reímos. Nos emborrachamos. Nos volvimos a reir y a emborrachar de risa, de lima, de Santa Teresa y de algo más. Toreamos a la noche en una plaza de primera; a nuestro lado: Sabina, Benjamín , el García Montero, Almudena Grandes, Sezar y otros más, lo cuento porque ya se sabe..., así se vende mejor el cuento, la crónica, la mentira o la verdad -aunque esto sea verídico. Cuando la noche nos esquilmó la vida, un último reguero de fuerza nos llevó a cada uno a nuestra realidad personal, a nuestro catre, a nuestra cocinilla y mesa camilla.
Lo difícil, en la gran ciudad, no es conocer a gente, sino a gente buena y a buena gente; es como que te sirvan una buena mano de cartas. Me alegré de perderme, esa noche, con mis colegas los poetas azulados-bukowskianos.

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