lunes, 17 de agosto de 2009

La noche y el poeta


Caía la mañana y había estado dándole vueltas a un poema que no acababa de cerrar, como casi todos. La tarde iba a ser dura: tenía que ayudar en los preparativos de un cumpleaños, y además, cada vez dudaba más de mis cualidades poéticas, retaíla interior que me provocaba irritación, en este verano de empachos varios y espíritu aburguesado.
Las vacaciones no estaban resultando una aventura precisamente, aunque, en la cuestión artística, estaba cumpliendo los objetivos propuestos –término demasiado empresarial algo antipoético- a base de zumos de piña y unas horas intentando ajustar rimas. Se puede decir que estaba sacando adelante mis neuras poético-existenciales adelante.
La noche llegó y nos engulló con sus mentiras y sus promesas a medio hacer –fiesta incluida. Parecíamos
júligans, no por la agresividad contenida o sin contener, sino por la cantidad de cerveza de la que disponíamos. Cuando el alcohol nos deshinibió lo suficiente, comenzamos a tirar lazos afectivo-sociales y a entablar conversaciones. Cada uno desde su intimidad más suprema confeccionaba esa careta necesaria para supervivir en el anguloso y terrenal mundo de la sociedad, “sólo soy yo cuando estoy solo”, decía el poeta, todo lo demás es artificio, snobismo, metafísica clandestina y síndrome premenstrual.
De la cerveza y las viandas pasé al ron y la farlopa, aquello empezaba a desmadrarse y cada vez estaba más convencido de que en este ambiente festivo regional mi crisis poética no iba a emigrar tan fácilmente. El calor , con esa gula desaforada por el hielo, junto a la sed del personal, acabaron con las existencias de cubitos. Ante tal desgracia salimos en bandada, ahora sí más cerca del estereotipo
júligan que unas horas antes.
El pueblo de Mojácar estaba vacío, solo
El Loro Azul hacía que el pueblo fuera aun un mito vivo, con su buena música, sus licores bronceados y su ambiente seudo jipi. Me tomé una copa más de ron aunque perdí el tren de las rayas que habían volado, a velocidad de AVE, por otras fosas nasales.
Cerramos el bar y dejamos atrás
El Loro Azul con su ardor veraniego y su espíritu borrachuzo. Bajamos el pueblo en formación de trupe, es decir, entre risas y andanadas, en un desorden armonioso y pecaminoso, de rictus desencajado y vaporosos de marihuana.
Esperábamos un taxi para bajar a la discoteca de moda, donde “estaba la marcha”. Nos recogió. El taxista estaría en los sesenta años y su enorme barriga casi le impedía hacer los silenciosos giros de volante. El coche tenía buen aspecto, “tiene tres meses”, dijo el taxista, que tenía unos ojos color sigilo y una voz de ave efímera y espaciada.
Superadas las curvas, el taxi encaró una cuesta en sentido descendente y como si todo formara parte de un plan excelentemente estudiado gritó a la boca ardiente de la noche, “pista cuatro”. La música comenzó a sonar a un volumen, digamos, considerable, más bien festivo. El taxista aceleró y nos arrastró a todos a un ambiente discotequero. Se reía entre dientes y vacilaba, como la muchachada, con su equipo de sonido, todo un ejercicio de ostentación de clase trabajadora –currantes del volante y del delirio noctívago. Comenzó a bailar soltando las manos del volante haciendo un juego de brazos a lo
Yoryi dan. No sabía como reaccionar. No sabía si optar por la risa desmedida o por la reprobación instantánea, opté por lo primero, y me dejé llevar por la alegría desmedida –para algo llevaba la sangre adulterada.
Quién me iba a decir que en plena noche almeriense iba a encontrar la poesía kitsch y populosa que buscaba, a cada instante, dentro de mí y tanto me costaba.Qué le vamos a hacer, a unos les sobra y a otros les falta.

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