sábado, 14 de agosto de 2010

El gigante

Llegó la mañana como un racimo fresco de vida. La autopista de este findesemana es ancha, libre de peajes laborales que pagar. Me levanté con la sensación de tener la libertad atrapada en un abrazo agostino, verdadero y silente.
Ella está resfriada, así que me quedaré en la reflexión y los placeres cotidianos, en vez de asaltar la playa almeriense de Puerto Rey como un urbanita desesperado por la cochambre capitalina y el vaho venenoso del alquitrán.
Se ha puesto a ordenar unos armarios entre estornudos y perchas y viejos vestidos que me hacen recordar que la vida, además de acumularse en los tiernos surcos de la piel, también se va encaramando a objetos, todos con una historia, todos arracimados a un currículum inevitablemente sentimental.
Estaba ahí, el silencio, la paz, una especie de armonía o algo así. Sonó un estornudo, el gato jugueteando con la caja del ventilador y de repente, la música comienza mordisquearme los pies con una suave delicadeza, pero con una profundidad que no era más que la fuerza del pasado, las miles de experiencias musicales y no musicales que uno va acumulando y que de repente, frente al periódico, que tengo que dejar de lado como el estorbo de un discurso político, empiezan a aflorar con la fuerza de un desgarro animal.
Melodías con aire roquero y poesía y argentinidad. Yo también "me quedé duro", como si aquella música fuera algo así como "ver al gigante".

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