miércoles, 19 de enero de 2011

Jornada laboral

Camino por la calle. Hay muy poca gente. La mañana es fría y las luces de las farolas aun no han chapado. Una hilera de taxis con la luz verde ilumina de forma ordenada la calle como si fuera un huerto eléctrico. Me monto en uno. Tapicería carcomida y ambientador pino. Cruzamos miradas y susurro la dirección. Desconfía, no sé por qué. Casi sin desviar la mirada arranca y sale dejando un rastro de ceodos entre el huerto de lechugas eléctricas.
La COPE chicharrea en los altavoces y el conductor no para de carraspear. Los sonidos se confunden, mientras un frío agradable me mordisquea las orejas.
Imágenes entrecortadas y guiños de semáforos. La ciudad va despertando como un viejo animal. Llego a mi destino. Intercambiamos miradas por el retrovisor. El billete con el que pago interfiere en la leve intimidad en la que nos hemos visto envueltos por segundos y recojo el cambio sin apenas desviar la atención de sus ojos.
Me bajo. Cruzo el paso de cebra. Giro a la izquierda. Ando un par de manzanas. Giro a la derecha. Me miro los zapatos. De nuevo se me ha vuelto a olvidar. Esta tarde sin falta los llevo al zapatero, me digo.
Llego al edificio. Hay gente charlando a unos metros de mí. Espero junto a una farola. Enciendo un cigarrillo. Me siento tranquilo, como si fuera a trabajar. Pienso en mi mujer y en mis dos hijos. Todo parece despejado. Aparece el furgón. Justo a tiempo, pienso. Tiro el cigarro con una chulería de actor consagrado. Me descuelgo la mochila de la espalda. Me vuelvo hacia la pared. Siento el motor diésel a mis espaldas. Me pongo el pasamontañas, Daniel, mi hijo pequeño, pasa rápido por mi mente. Saco la pistola. La empuño y aprieto los dientes.
Comienza la jornada laboral.

1 comentario: