miércoles, 12 de diciembre de 2012

Infancia


Aquel corazón de la infancia, libre y despeinado, con sus paredes amantadas de leche, la nieve lenta, y papá sosteniendo con sus manos de gigante el frío del invierno.  Y la tierna vejez amodorrándose a lo lejos, como una alimaña desconocida que creías que nunca te iba a alcanzar. Y los parques, y el calor de los sábados, y los domingos en caravana dormitando con el soniquete de la radio. 
Aquel corazón redondeado, estimulado, fraguado  al calor de la ingenuidad donde dormían todas las verdades del mundo sin temer por su integridad. Aquel corazón jugoso, como los ojos dormidos del minotauro, espectante de dioses y deportes, hambriento. Almohadas de nubes, festines sobre las sábanas precoces de las poluciones, mientras el colchón de la noche silenciaba los horrores del mundo. 
Ahora uno mira con el rabillo del ojo, mucho más entrenado, y echa de menos los niños cabrones con los que peleaba en la infancia, y las brechas. Los partidos de fútbol con los amigos contrarios, las rodillas adornadas con el atrezo de postillas, con una sangre invencible y una carne rosada debajo, como la de una vagina enamorada. Era la enfermedad de la infancia, el escotado abismo por el que uno transitaba, como el que paseaba por el filo de una navaja creyendo que era la eterna planicie, con el hermano pequeño y los amigos. Sin olvidar el millar de soles removiéndose en los bolsillos.
Ahora que uno a veces lleva paraguas para guarecerse de esta lluvia de piedras, y mira aquellos tiempos como mundos imaginarios, casi inexistentes, donde las niñas y los niños nos mirábamos con entusiasmo entomológico y ojos extraviados, dan ganas de volver, en los viejos ascensores dormidos, al corazón de la infancia.

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