domingo, 19 de enero de 2014


Palmeras, donde se siembra el amor. Espacios de tiempo, lugares de sangre como el bocado arrancado de unos labios, bocado de miedo. Los ojos enrojecidos por la maraña de la borrachera. Palabras  como cascotes de un palacio derruido, sin valor, sin alas anunciadoras. Pisar la mirada de uno mismo, bailar al son de esta ópera negra. Todos farfullan, mientras la triste palmera se tiene en su quietud. 
Palmeras de rabia, palmeras andróginas, palmeras de leche y silicio, palmeras como látigos de sueños huyendo con sus madres desmembradas. 
Vivo en la soledad de una nausea de dragón. Fuego de colmillos. La suciedad de un cielo claro donde los amantes cosen sus miserias. Tremendos besos, atómicos y negros, la saliva del amor descolgada de unos pechos. La ventolera del sexo y la amistad arrancando lo sembrado. Miles de palmeras boca arriba, con sus bocas  verdosas aplastadas, sus lenguas destripadas. Miles de palmeras astilladas por el ombligo. Vivo entre la ignorancia y la inercia. Miles de palmeras con el corazón abierto. Vivo en un terror de desayunos. Miles de palmeras ahogadas en parques infantiles. Vivo en un anillo desplegado en su propia raíz.
La garganta seca, como si tragara arena o cientos de esclavos arrastraran millones de troncos muertos de palmera. Orgasmos encharcados y abrazos partidos, tristeza y enojo, lentitud. La endiablada voz del coito en mi cabeza, y de fondo el silencio de la noche. El veneno es rojo y la luz llega desde extraños orificios. Ahora que nadie mira, me pregunto sobre el sentido de vivir. Me acerco a la pared y toco las palmeras.

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