jueves, 16 de octubre de 2014


Ayer conocí al poeta, en su voz, gargantas de árbol y misterio. En sus sienes, incipientes nieves, como un petróleo blanco que adora lo que cubre. Hablamos de Lennon y de Dylan, y de la falsa economía. Observaba todo como si sus ojos nadaran sobre tacones. Yo hablaba y hablaba, mientras él se adueñaba del silencio donde se amasan las ideas. En su sonrisa dormía un regalo luminoso. De vez en cuando soltaba una carcajada con la resonancia de la ecuación sónica del big bang. En su boca, el sol enredado entre los dientes y la flora virgen de las palabras esculpidas. Entonces entendí que su voz era el nervio subterráneo de los Monegros, un nervio vicario y honesto, de hiervas de piedra, de caricias rubias de hortelano. Una vez, no sé cuándo, alguien dijo que siempre hay que fijarse en las manos de los poetas, él las llevaba cubiertas de somontano y de ciudades, de gas mostaza y de divorcios. La conversación se diluyó en el cloro de la memoria. Aún retumba su mirada limpia de silencios. 

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