Recuerdo aquel 1 de enero.
El viaje a Córdoba, la oleada sesgada de minutos. La noche sostenida por la ciudad y el brebaje húmedo del río. La habitación en el hostal Cibeles, construida para guarecer nuestro sueño pesado. Del ramaje de tu aliento manaba un olor a naranja amarga. Al otro día, la mañana fue fría, de mezquitas y de aceite. La carretera a Osuna. Allí tu abuela sostenía un universo de derrumbadas constelaciones, miradas mudas, pensamientos encorvándose antes de hacerse sonido, palabra. En fin. Entonces entendí que la muerte no es como un teatro abandonado al que todos miran, sino una sucesión de tragedias sin texto ni protagonistas, una radial circundante de arañas, pétalos, conversaciones inconclusas, lenguas rotas, calma negra. Su piel tersa y tu llanto ahogado, al salir del pueblo, fueron imágenes con las que dibujé las extrañezas de las que se compone la vida. La viva fuerza del motor del coche nos sacó de allí. Acelerabas tan bien en cada marcha, estirabas tanto la tercera, que parecía que aquello no fuera a tener fin. Nos vimos envueltos en un enjambre de elasticidad e infinitud. Pude palpar la materialidad del amor. Aunque tuve la certeza de que éste es una fuente de agua envuelta en una piel que un día se seca. Atrás quedaron los genes, naufragios del pasado, vocaciones familiares y un fuerte olor a berenjenas fritas. Miramos durante aquellos días el paisaje como si fuera un cuadro inabarcable de Van Gogh. Los olivos envueltos en un fuego verde, centenarios y ligeros, enamorados de futuro, se sucedían en un mantra que copaba todo el horizonte. En la celebración de nuestro imaginario, acabamos en Baeza, fatigados por la acumulación de kilómetros y discusiones en cada adelantamiento, en cada frenazo. Nunca fui buen copiloto en las malditas carreteras nacionales. Era el viaje un recurso para salir del obsceno no saber de qué va este azote que es la vida. Aquella noche, en la ciudad del frío, nos perdimos por las cuestas del vino y la oscuridad. Aunque arrastraba un catarro, al siguiente día fuimos a Úbeda. En el mirador de San Lorenzo las promesas volaron con envoltorio de pájaro afilado. El azul metal del cielo acompañando los largos silencios se hizo nuestro amigo mientras volvíamos a Madrid. De aquel viaje hace sólo unos días, pero parece que hubiera pasado mucho tiempo.
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