martes, 24 de febrero de 2015



Paseo por la mañana envuelto en un aire azul y rubio. Hay un jardín de nubes sobre el río. Quiero hacer fotos, fotografiarlo todo con mi teléfono última generación. Es la mentira de atrapar el tiempo con este maravilloso dispositivo móvil. Me paro en el puente del río, pero parece que siguiera de viaje, arrastrando curvas, kilómetros y kilómetros de líneas discontinuas. ¿Dónde y cuándo empieza o acaba el viaje? Me acompaña el silencio, una especie de amigo muerto que ríe y vaga por el puente con la mirada en off. Eso es la amistad: alguien que vive de cerca tu lucha de desdibujados espejos. Pero hay cosas que a cierta edad no son posibles. Asomo medio cuerpo por el puente y observo el río. Baja todo él, marrón y caudaloso, como un hombre recio y eterno adulado por una voz turbulenta. Saco los brazos y los balanceo en  el vacío, busco lo no dicho, los contornos por los que aún me defino y soy.  Apunto a la diana difusa del río y a su centro de años, a su mata turbia de lenguaje primero. Escupo al aire un sollozo que se hace voz. Sigo la borrachera alegre del agua, me contamino de limos y sedimentos vastos. Hay una lucha por la vida en la orilla. Quiero seguir fotografiando la vida puerca que me ha tocado morder. Abandono esta memoria última del agua que es el río y busco desórdenes varios, callecillas nuevas y estrechas, tascas en las que me parta el pecho el calor lento del vino. Entra un gavilán o una urraca, o no sé qué pájaro negro, por la ventana de una casa en obras. Es su cielo quieto y asequible. Abandono el caudal y su circular murmullo de humedades, aunque cuando miro hacia la ribera, sé que el río se ha apoderado de algo que antes era mío.  



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