domingo, 17 de enero de 2016

A veces, cuando voy a correr 
al parque, creo, con ingenuidad, 
tener las ideas y los versos 
más brillantes del día.

Esbozo columnas, reseñas, 
crónicas, entre el sudor 
y la respiración agitada, 
en tinta de saliva blanquecina. 

He contemplado la posibilidad 
de pararme a anotar en un
cuaderno toda esa belleza fugaz,
guardar en fiebres abiertas  
la demencia que me agita. 
Pero es un acto incompatible. 
Una idea antitética. 

(Reza en una pintada de la pérgola 
que es ir contra natura eso de 
cortar con brusquedad el riego 
de sangre que alimenta lo más sagrado). 

Es ahí donde he compuesto 
mis mejores canciones, 
corriendo junto al río y subiendo 
las escaleras desde donde 
contemplo el skyline de la ciudad.  
Muchos se hacen fotos o 
tienen sueños neutros 
para no perder el equilibrio.

Ciclistas, jubilados, corros de 
madres con carritos, perros
sin dueño, agrupaciones vecinales, 
corredores, patos salvajes, 
campos rotos de verde.
Todos y cada uno de ellos 
han sido mi público. 

El viento arrastra las vísceras
de la pureza que desaparece.
Azote de galgo que se olvida. 
Tribu de ojos de piel silente.
Me cruzo con cantos de piedra 
por el camino de las intuiciones,
a la velocidad del pájaro 
que picotea la sangre oscura.

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