A veces, cuando voy a correr
al parque, creo, con ingenuidad,
tener las ideas y los versos
más brillantes del día.
Esbozo columnas, reseñas,
crónicas, entre el sudor
y la respiración agitada,
en tinta de saliva blanquecina.
He contemplado la posibilidad
de pararme a anotar en un
cuaderno toda esa belleza fugaz,
guardar en fiebres abiertas
la demencia que me agita.
Pero es un acto incompatible.
Una idea antitética.
(Reza en una pintada de la pérgola
que es ir contra natura eso de
cortar con brusquedad el riego
de sangre que alimenta lo más sagrado).
Es ahí donde he compuesto
mis mejores canciones,
corriendo junto al río y subiendo
las escaleras desde donde
contemplo el skyline de la ciudad.
Muchos se hacen fotos o
tienen sueños neutros
para no perder el equilibrio.
Ciclistas, jubilados, corros de
madres con carritos, perros
sin dueño, agrupaciones vecinales,
corredores, patos salvajes,
campos rotos de verde.
Todos y cada uno de ellos
han sido mi público.
El viento arrastra las vísceras
de la pureza que desaparece.
Azote de galgo que se olvida.
Tribu de ojos de piel silente.
Me cruzo con cantos de piedra
por el camino de las intuiciones,
a la velocidad del pájaro
que picotea la sangre oscura.
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