viernes, 12 de febrero de 2016

El día que se rompió la persiana estuve dos semanas sin ver el cielo.
Las manos suaves de lavarlas con el jabón de la ropa,
la mirada pura, en la oscuridad, que a veces rompía al encender la luz eléctrica.
Ponía música, leía y bebía agua porque el alcohol era un vicio que había abandonado,
a no ser que fuera a hacer una visita a la llaga del tiempo. Como era un poco torpe,
y no me apetecía ponerme a arreglar la persiana, conseguí poner una taza alta,
que usaba para calentar leche en el microondas, bajo la persiana.
Venían a posarse las palomas al borde de la taza.
Entonces yo golpeaba la ventana y ellas se iban. Se acabó el recreo, decía yo.
Por aquella ranura de 15 o 20 centímetros entraba una raya gruesa de luz.
Era una forma de entrar en contacto con el mundo exterior, una ironía,
otro capricho más al que le encontré la gracia en aquellos días bellacos de horas azules.
Una mañana pude ver un coche con la ventana rota y algunos objetos sin valor tirados en la acera.
Los vecinos pasaban por encima de ellos, algunos daban un saltito, otros observaban la escena.
Unos se metieron dentro del coche y salieron con algo en la manos,
como si hubieran terminado de rematar la faena.
El coche era un citroën gris, en buen estado. Tenía la grandeza de la ballena.
El utilitario había sido medio violado en medio de la noche.
Desde aquella ranura de luz, podía observarlo todo. Era una manera de ser el dueño de algo.

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