miércoles, 30 de noviembre de 2016

Un sueño de verano

No sé si fuimos o soñé que fuimos 
a Milán. Tampoco sé si dejamos bien 
atado el verano a la cintura de la isla. 
Lo que sí recuerdo, y esto no es una 
certeza en tierra firme, es que tomamos 
un café en el aeropuerto y que en el 
avión nos pusieron de desayunar. 
Aún posaba su cabeza sobre mi hombro. 

El cielo era una fosa de prestigio 
de un azul inmenso digno de un cuadro 
de Solange Rosales. Afuera el aire era dios, 
o una masa uniforme de artificio divino. 

Éramos los únicos españoles del avión 
de la aerolínea italiana. Todos estaban 
bronceados y tristes porque las vacaciones 
habían llegado a su fin. En eso nos parecíamos 
todos. Con la diferencia de que nosotros 
aún teníamos un viaje por delante. 

Al aterrizar nos despistamos brevemente 
en el aeropuerto. Nos montamos en un tren. 
Al llegar, la ciudad parecía cerrada. 
Paseamos perdidos y ofuscados en busca 
del hotel más céntrico en el que jamás 
habíamos estado. Pero todo estaba escrito. 
¿Acaso fue un sueño de verano?

Una mañana, durante un largo paseo 
esquivando turistas, vimos un alto 
campanario al que iban a morir los pájaros. 
El río cantaba con agua de esperanzas. 
El sol no dejaba de rugir. Mientras, 
buscábamos un supermercado donde 
comprar hielo para celebrar que el spritz 
era nuestra bebida favorita, una especie 
de símbolo de decadencia matrimonial. 

Desnudos y sedientos en la cama del hotel, 
separados por una mesilla de noche, 
emulamos los gestos de la pareja distante. 
Su cuerpo de piedra o de alfombra hierática 
descansaba dentro de los pliegues de las sábanas.
Olía a flor recién abandonada sobre una lápida. 

Mi cuerpo, llevado por la corriente 
como un tronco de madera yaciendo 
a solas junto a la resina del orgullo, 
esquivaba el rencor de los brillos plateados. 

El fuego quemaba igual que la blancura 
de la almohada. Debajo del balcón pasaban 
los tranvías dejando un rastro de música sutil. 
Era un juego de contrastes, la negrura de 
una situación que se presentaba de lo más extraña. 

Violeta y cardenalicia, más tarde, la noche 
bajó a sus ojos como una prostituta arrepentida. 
Entramos a comer en una taberna de comida 
regional, llena de mosquitos hambrientos 
y buen queso. Paseamos por las calles, con andar 
amarillento, y un helado artesanal en la mano. 
Alhajas innecesarias salieron a vestirnos.

Siguieron las mañanas confusas, los mediodías 
eternos, las tardes serviles, las noches cruentas. 

El último día bebimos una botella de vino 
en una calle céntrica y perdimos la noción 
del tiempo. Tan imprevisible fue todo que faltó 
muy poco para perder el avión quedarnos en 
tierra. Atravesamos con furia los pasillos 
vacíos en busca de la puerta de embarque. 

Yo corría descalzo, con los zapatos en la mano. 
La maleta rodaba suave y vertiginosa cuando 
la adelanté. "Haberme dejado atrás, 
mejor perder sólo un billete", me dijo 
mientras tomábamos una copa para celebrar 
que habíamos cogido el avión. Era la primera
vez que bebía alcohol a diez mil pies de altura. 
Ya no había hombro en el que apoyarse. 
Tan sólo éramos dos pasajeros sobrevolando  
el cementerio de un sueño de verano. 


   

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