Se ha abierto una grieta en este día de lluvia.
Brotan rayos en el cielo. Las promesas de anoche
son una barcaza a la deriva. Hay niños jugando en
el parque a horas intempestivas sobre la tierra sedosa.
Las madres hablan entre ellas, huelen el descampado
futuro de la navidad venidera. Ese mismo olor se
desvanece en láminas de arrepentimiento entre los
gorriones y las hojas caídas de los árboles, como
un podrido vendaval de ritmos amerindios y confusos.
Por la grieta escapan los recuerdos, el cielo cambia
de color, suenan las campanas de la catedral con
un humor vago y distinto. Antes de que las semillas
de la tierra cayeran por el desfiladero del perfume
con olor a pan, comíamos uvas e higos, y la leche
brotaba de la boca de miel con lengua de rosas.
La ciudad se abre enjoyada en piedras. Vasos de
plástico abandonados de una fiesta sin fin, en
el puente de Segovia. Del palacio sale una
bruma militar entre cuellos musculosos de caballos
de negras crines. En el relinche de una de las bestias
rugen los motores del amor. El sonido incompresible
estremece a su jinete, que en un gesto muestra sus
pequeños miedos de metal, destripados por los
buldóceres mentales de una adolescencia triste.
Es esa grieta por donde se escapa la vida que azuza.
Se cuelan las tinieblas de unos ojos acorazados
al dormir, cuando la grieta se cierra como un verso sencillo.
El olor a incienso de los ascensores, mientras bajo a por el pan,
purifica el ambiente y prende el blanco tupido de los dientes.
Salta la violencia de la mañana y se tensan los músculos.
Las areolas como raíces de redondez fugitiva arraigan
en el pecho cardenalicio con el que me amamanto.
Dedos de alambique, mentón de reina.
La grieta se abre paso, nos hace esclavos, nos abduce.
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